14.3.07

¿Va a firmar, o no?




La Familia en México. Alguna vez fue así:

Principio de siglo: crecer, casarse y reproducirse. La familia, en efecto, era el núcleo de todo. ¿Pero cómo es hoy, cuando las ilusiones cuestan muchísimo más? ¿Puede decirse en estos años difíciles, tortuosos, inseguros que la familia sigue siendo el alma de nuestra sociedad?

¿Qué ha sido del padre trabajador que, orgulloso, relegaba a la madre a esa sombra protectora del hogar? ¿Era un mejor México aquel de los diez hijos por familia? ¿Qué le ha dejado la modernidad a la familia mexicana? ¿Qué le ha quitado?

¿Y de la novia blanca y hermosa? ¿Puede afirmarse que las ilusiones duermen también en el baúl de las fotografías de la abuela? O, a pesar de los transtornos, las ideas, las dificultades, el país llega al final del siglo cuando menos con este sueño de pureza y futuro?

Caricaturizada, subestimada, la debacle de la familia en el México urbano avanza a un paso que nadie quiere ver, leer, creer. Esta es sólo una historia.


Pedro Díaz G.

El destino se burló de este hombre que hoy aprisiona la pluma fuente entre sus dedos. Enrojece, frunce el ceño y sus ojos, que parecen bosquejar el perfil de la serenidad, miran fijamente el cúmulo de papeles que tiene ante sí.
Tiembla la mano y un parpadeo apenas perceptible indica que la decisión, aunque tomada, podría revocarse con tan sólo desearlo. Pero no lo desea.
Está a unos segundos de firmar el divorcio.
"Destruirás a tu familia", le dijeron sus parientes más cercanos.
"Haces bien...", sus amigos.
El todavía no alcanza a comprender. Han pasado ya muchos años desde aquel día en que se unió en matrimonio y juró formar una buena familia. Y sólo consiguió, con el paso del tiempo, su desintegración. Había dicho el sacerdote aquella vez: "Lo que Dios une, el hombre no puede separarlo".
Algunos pares de ojos le observan, como los de la mujer que hasta hoy es su esposa. De lejos, sus hijos atestiguan, todavía con la incertidumbre reflejada en el rostro: "¡Hasta dónde han llegado las cosas!", comentan en voz baja.
Están también el juez, los abogados. Y no más. Todos expectantes.
El hombre, en cambio, está dividido en partes: emociones, ilusiones, recuerdos, frases, proyectos, tiempos compartidos, errores, fracasos, ausencias...
Hoy es 5 de abril de 1975 y en la Iglesia de la Inmaculada dos jóvenes sonrién nerviosos mientras una multitud de familiares les observan. También uno que otro curioso que pasa por el atrio.
Ella: vestida de blanco, o sea, de pureza.
El, con un smoking alquilado.
Y tienen lo necesario para ser felices: están ahí las arras, el lazo, el ramo, los anillos, las copas. Y las supersticiones: una prenda nueva que presagia bienestar, una vieja que atraerá el dinero.
Es curioso, pero en este año los divorcios se han elevado súbitamente. Las leyes se transforman. Y en este ciclo marcado como el Año Internacional de la Mujer, el presidente Echeverría cede: reforma el Código Civil del Distrito Federal. Y las mujeres, legalmente, ya son iguales que los hombres. Dice ahora la Ley: "Toda persona tiene derecho a decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número de hijos...". Y agrega: "Por lo que toca al matrimonio, este derecho será ejercido de común acuerdo con los cónyuges".
Muchos critican: o sea, quien no se case puede tener hijos con tan solo desearlo; los esposos, en cambio, tienen que discutirlo. Este decreto, como la Ley de Relaciones Familiares de Venustiano Carranza, coinciden, atenta contra la familia.
¿Será?
A Roberto y a Rosa María no les importa.
Todo está listo: los invitados que murmuran bromistas, al oído del novio: "Arrepiéntete... estás a tiempo", mientras entonan sarcásticamente la marcha fúnebre; los padrinos, solemnes ante el gran acontecimiento; los padres, entusiastas y orgullosos; el arroz que ya espera el vuelo tradicional a la salida del templo y las abuelas que comentan entre sí: "Qué bonita pareja. Van a ser muy felices...".
El sermón del sacerdote Luis habla de lo que debe ser la madre, y lee emocionado:
"Una madre, a quien el hijo no encuentra en casa a la vuelta del colegio o del trabajo para contárselo todo, para desahogar lo que dentro le pesa y no puede más, no tiene alma de madre...
"Una madre a quien la hija encuentra mundana y callejera, ni religiosa ni piadosa, ni espiritual, cuando ella vuelve del primer amor declarado, del primer sentimiento por declarar, del primer beso soñado, no tiene alma de madre...
"Una madre a quien el marido no encuentra un poco como su propia madre, cuando muy hombre y todo, lleva todavía dentro al niño que fue hace 28, 46 o 62 años, no tiene alma de madre...
"Una madre que echa amor al fuego de la comida; que enhebra con amor la aguja para surcir o remendar y con amor maneja la escoba y todo por el bienestar del hogar, es mujer que tiene alma de madre...
"Una madre que es la última en acostarse y la primera en levantarse, que oye la tos del hijo en la noche y las lágrimas que la hija ahoga contra la almohada y que al tener sentados en la mesa a todos sabe por qué el hijo tiene la cara seria y por qué la hija no tiene apetito, esa mujer tiene alma de madre".
Rosa María escucha al padre Luis pero también recuerda aquella frase que con el tiempo se volvió un juramento: "Roberto, nunca te voy a fallar; contigo hasta la muerte...".
Roberto también recuerda: "Tú en la casa y yo en el trabajo. Así saldremos adelante...".
Y cuando el padre dice: "... aceptas como esposa a Rosa María y juras protegerla y amarla en el bien y en la adversidad...", vienen al novio más imágenes: lo hermoso que esperan de la vida juntos, los planes y proyectos, lo que será la vida en común.
Enero de 1968: Roberto no quita la mirada de la nueva empleada en la oficina. Le han dicho que se llama Rosa María y a partir de este momento cordinará con ella los informes de la empresa. Desde el primer día, Roberto al acecho: algo le dice que con ella pasará el resto de su vida.
Vendrán las mañanas de trabajo y las tardes de la mano deambulando juntos por la ciudad. Vendrán las noches de café y fiestas con amigos; los domingos de baile. Y pronto llegarán, también, las promesas de amor eterno: "¿Quieres casarte conmigo?, no te arrepentirás... ¿sí?...".
Los planes inmediatos: rentar un departamento, comprar muebles, ¿los hijos? hasta que llegue la bonanza económica.
Y hoy ya están en el altar.
Los dos aceptan. Serán, a partir de ahora, una buena familia.
Diciembre de 1976, colonia Alamos.
La noticia es terrible: el boom petrolero no es infinito. Regresamos al Tercer Mundo porque, según informes del Banco de México, el país debe 19 mil 600 millones de dólares y sufre un problema de suministro económico: el dólar ha subido de 12.50 a 22.00 pesos. Y el trabajador en México gana apenas 42 pesos con 50 centavos.
Entonces sucede: se rompe el esquema familiar. La crisis obliga a Rosa María a abandonar una tradición ancestral: saldrá, como ya lo hacen muchas mujeres, a trabajar.
--Todo va a salir bien gorda, no te apures...
Pero no.
Rosa María se embaraza, y en unos meses ya son tres los que habitan el pequeño departamento de la calle Navarra.
A Roberto el nacimiento lo regresa a la realidad: deja de frecuentar a aquella chica que tanto le cautivó en el metro cuando regresaba a casa. "No la rieges, ya tienes a tu familia", se dice a sí mismo y regresa a la fidelidad.
1982.
La vida ha compensado a aquellos jovencitos desposados hace siete años. En busca de "la parejita", tienen ya tres hijos. Y el trabajo marcha bien: Roberto ya es gerente de la empresa y Rosa María asciende rápidamente: es asistente del director de un banco.
Pronto dejarán el departamento porque algo no funciona bien ahí: es tan pequeño, tan poco acogedor. Los niños dan guerra y la muchacha que los cuida ya no los puede controlar. Sólo logran calmar el ímpetu infantil las horas ante el televisor viendo a una mágica mujer llamada Señorita Cometa. La televisión se ha convertido en su principal educador. Y por si fuera poco, Roberto trabaja turnos dobles: la figura paterna está desapareciendo. La materna, se extingue. Cada quien lleva una vida independiente.
Esta familia ya es como un cuerpo sin cabeza.
Pero, aún así, lo que ellos quieren es una buena familia.
--Algo tenemos que hacer --dice Roberto antes de dormir.
--¿Pero qué? Ni tú ni yo podemos dejar el trabajo. Y ahora, con la otra devaluación, menos --responde, inquieta, ella. Y agrega: la modernización nos está llevando a alejarnos de los hijos. Tú y yo casi no nos vemos. Dios quiera que esto no acabe mal...
--A mí me interesan ustedes. ¿Recuerdas lo que dijo el Papa Juan Pablo II hace dos años?: la familia constituye el único camino del hombre hacia la humanidad... lo que Dios unió no lo separa el hombre...
--Pero, ¿cómo le vamos a hacer...?
¿Cómo, si la civilización se está tragando a la familia?
1984:
Viven ahora en una casa de Polanco.
Robertito ya tiene 8 años. Sus hermanos, Saúl y Martha, 4 y 2, respectivamente. Han crecido con los consejos de los abuelos, de los tíos; no de los padres. Pasan casi la totalidad del tiempo de la mano de la sirvienta.
Algo habrá que hacer.
Rosa María, al ver la situación económica mejorada, renuncia.
--Mis hijos necesitan de mí...--, se excusa en el trabajo.
Y ya será muy tarde: al hijo mayor no le gusta la escuela. Saúl y Martha son incontrolables. Será necesario usar el cinturón, el zapato, el cable de la plancha, los tacos de billar o lo que haya cerca para pegarles.
Pero después de las palizas vienen las cavilaciones, los arrepentimientos.
El alcoholismo de Roberto es insoportable. Es ya una tradición faltar los viernes en la noche a casa.
También se ha convertido en tradición pegarle a su mujer.
Y gritarle a sus hijos.
Impera en esta casa la cultura del terror.
Roberto sigue hurgando en los papeles. Lee una y otra vez las cláusulas. Está claro: sólo verá a sus hijos dos fines de semana cada mes. Hijos que están frente a él ya convertidos en adolescentes conflictivos: no estudian, consumen drogas, le gritan a su madre, escuchan rock a todas horas y a todo volumen y parecen vivir en eterno descontento con la vida.
Martha, dice ella, se irá a vivir con su novio. Y apenas tiene 14 años. Saúl crece entre motocicletas y no sale de bares y discotecas. Y Robertito dice no una y otra vez a las clínicas de recuperación: es adicto.
El padre, triste, trata de regresar el tiempo.
Le contaban sus abuelos de la familia de sus padres, de aquellas familias del siglo pasado:
--En aquel entonces, m'ijito, no se admitía el divorcio. La familia vivía bajo los preceptos del Código Civil de la época de Benito Juárez. Se veía al matrimonio como un contrato civil de un hombre y una mujer "que se unen en un vínculo indisoluble para perpetuar la especie y ayudarse a llevar el peso de la vida". Y se daba al marido potestad marital sobre la mujer, creándole obligaciones de protección y alimentos; también se daba al padre la patria potestad sobre los hijos, y sólo cuando éste faltaba podría ejercerla la madre. Las familias de antes eran muy numerosas e incluso otros parientes y allegados luchaban para construir hacia el futuro y para conservar las tradiciones del pasado. La educación, la salud, los alimentos y el vestido siempre estaban acompañados del afecto. Se cuidaba a los niños y a los viejos. Luego vino la modernidad: los hombres se marcharon a las fábricas, los niños a las escuelas. Las mujeres se quedaron en casa con la tarea de comprar con el dinero del hombre lo que antes ellas mismas fabricaban. Los viejos se quedaron solos, las casas fueron cada vez más pequeñas, los parientes se repartieron por otros lugares buscando algún centro industrial para cubrir sus necesidades económicas. Todo cambió.
Aquellos tiempos. Tiempos que se fueron.
--Fue Carranza quien allá por 1914, cuando gobernaba desde Veracruz, introdujo el divorcio. Y entonces todo mundo pensaba que no sólo se destruía el vínculo matrimonial, sino también la moral social. Por eso, m'ijito, desde entonces La Ley de Relaciones Familiares contagió a la sociedad mexicana con un virus destructor... Desde entonces, la familia está en crisis.
Aquellos tiempos. Tiempos que se quedaron.
--¿Va usted a firmar, señor?, pregunta el abogado.
Y es que quizá todo comenzó aquella noche.
--Roberto, estoy ya en un grupo feminista. No estoy dispuesta a seguir tolerando tus malos tratos.
--Pero mujer, eso a qué te puede llevar --contestó él, educado a la antiguita.
Las discusiones fueron cada vez más constantes.
Cuando no por problemas de dinero, por decidir quién de los dos llevaría a los hijos a la escuela, o porque ella siempre ha creído que él la engaña, o porque el hijo mayor ya quiere ser independiente --"las malas amistades que ha tenido lo han orillado a eso"--, o porque es cada día más difícil mantener la armonía familiar.
--Tú tienes la culpa --fue el reclamo perpetuo entre ambos.
--No has sabido ser buen padre...
--Ni tú buena madre...
Hasta que, cuando todo parecía derrumbarse a pesar de los consejos religiosos que les recuerdan que la familia es una institución de Dios, llegaron con los profesionales: dos veces por semana a terapia de pareja.
"Piensen en sus hijos, estos problemas son normales en todo matrimonio. Tienen que superarlos", fue el primer consejo.
"Su caso es patético, creo que lo mejor será que se divorcien", el último.
Y entre ellos, discursos como estos:
"Ustedes son una familia nuclear --les dijo un sociólogo.
--¿Y eso, qué es? --preguntaron sorprendidos.
--...La familia típica de la era industrial, conformada por un papá, una mamá, y un par de niños viviendo juntos, bajo un mismo techo con roles rígidamente asignados a cada uno, con sueños y expectativas también asignados, con obras para construir hacia el futuro y tradiciones que conservar del pasado.
No les convenció. Y el peregrinar por diversos consultorios se hizo casi cotidiano.
Otro especialista les dijo:
--Ante la familia mítica se opone la familia real y se sueña con la familia posible. El mito de la familia, transmitido por todos los medios de comunicación y de educación posibles, se sustenta principalmente en la creencia de la familia como unidad que brinda apoyo emocional y seguridad afectiva a sus miembros...
Tampoco les gustó la explicación. Ellos lo que querían era saber cómo resolver sus problemas.
Otros fueron más allá: hasta el concepto de que la familia es la base de la sociedad --"¡con razón!..", pensaron--.
--La familia sigue siendo la instancia fundamental de socialización, de transformación de individuos-familiares en individuos-sociales. Ello quiere decir que el tipo de política familiar predominante se convierte a corto plazo en el modelo político imperante en la estructura social y en el Estado.
Menos. En algo coincidieron por primera vez en los últimos meses: "Ese tipo vive fuera de la realidad..."
Siguieron buscando.
--La famosa crisis de la familia que se vive principalmente en el mundo occidental es provocada fundamentalmente por la alineación y el mercantilismo, que derivan en actitudes de consumismo enajenado que llevan al robo, a la drogadicción, a la prostitución y demás fenómenos que atentan contra la familia.
Pensaron: este no es un terapeuta, es más bien un economista.
Probaron de todo: desde aquel método recomendado por otra pareja amiga suya que consistía en emitir cheques por una sonrisa, firmados cuando la relación marchaba bien, y que podían hacerse válidos en momentos de crisis, hasta más visitas con el párroco de la iglesia que les insistió una y otra vez:
--Queridos por Dios con la misma creación, matrimonio y familia están internamente ordenados a realizarse en Cristo.
Y nada. Nada les sirvió.
Ellos mismos, ya en familia, hicieron sus propias conjeturas. Analizaron su caso y conversaron: la familia se disolvió porque siempre tuvieron una actitud pasiva ante sus problemas, por que intentaron un desarrollo individual, porque les faltó preparación para el matrimonio, porque surgieron de pronto, y no supieron controlarlas, las eternas disputas generacionales y, a últimas fechas, por problemas económicos generados por la eterna crisis económica.
--Es cierto --comentó él--, el otro día leí que también factores externos acaban con la familia. Los de Provida dicen que el Estado es culpable de la desintegración, que las leyes han descuidado la integridad de la familia, que este problema, así como el de la prostitución, drogadicción, pornografía y alcoholismo son producto de una mala educación. Aseguran que pese a que el 90 por ciento de la población del país es católica, se le imparte una educación laica... Dicen que eso está mal.
Parecía que nada salvaría a esta familia.
Alguien les dio un último consejo: el divorcio.
--Vean por sus hijos. Ustedes me dicen que están mal. No los conviertan en unas bestias.
¿Va usted a firmar?, señor --insiste el abogado.
Todo se ha repartido: la casa, para ella. De las cuentas en el banco, el 60 por ciento para él. Carros, televisiones, refrigerador, estéreo, horno de microondas y demás muebles casi han tenido que ser partidos por la mitad.
--Sí, licenciado. Sí voy a firmar. Es que estaba pensando en... olvídelo.
Roberto firma. Rosa María también deposita su rúbrica.
Al salir de aquella oficina, cada quien toma un distinto camino.
Sus vidas se bifurcan, pero ambos tienen un anhelo en común: formar otra familia.
Así sea.


Texto publicado en la Revista Mañana, 1995.

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